Mi objetivo en las páginas que siguen ha sido más bien describir el resto: lo que generalmente no se anota, lo que no se nota, lo que no tiene importancia: lo que pasa cuando no pasa nada, salvo tiempo, gente, autos y nubes.
G.P.A esta altura Tentativas de agotar un lugar parisino (1975) de Georges Perec ha dejado de ser una obra para convertirse en un método. Un método que mientras revela la imposibilidad de representar el tiempo y el espacio, nos dice que la imaginación es lo único que nos permite habitar el mundo. No hay experiencia que logre escapar a nuestra necesidad de narrarla, de ordenarla, de vislumbrar al menos una línea distorsionada de sentido aunque más no sea para que nuestro barco impacte y se hunda. “Tristes de las almas humanas que ponen todo en orden” definía Alberto Caeiro en uno de los mejores libros de poemas que existen. Qué hacer para que los alrededores no se vuelvan un paisaje, es posible percibir la velocidad y la quietud desde sus fragmentos, cómo mirar la ciudad desde los bordes sin esperar que los semáforos se pongan en rojo, qué ritmo hace bailar a las calles vacías. Ventanas nace como un interrogante y también -por qué no- como un modo de saltar por encima de la coyuntura. Una sola premisa, asomarse por alguna ventana, ver y decir. Como quien cierra los ojos frente al sol y conoce finalmente de qué colores es el universo personal.
* * *

Ventana al oeste
Miro el cielo, celeste opaco, desciendo, hago foco en el horizonte, el sol acaba de perderse detrás de la copa de unos árboles distantes, dejó un rastro naranja. Una franja. La ventana de la habitación en la que escribo da al oeste, enfrente hay un baldío, cincuenta metros más allá, en línea recta, un paredón blanco que delimita el fondo de una casa de ladrillo con techo de chapa negra. Calle 495, a treinta metros de la 10, a setenta de la 11, suponiendo que la cuadra tiene cien metros. Escribo lo que veo sin pensar en lo que aprendí de aquel libro de astronomía que decía que el color del cielo era una ilusión creada por el nitrógeno. La esquina a mi derecha es la que observo desde una puerta ventana a cuatro metros del suelo. Es fácil darse cuenta, es la 10, no la 11, si la 495 sube hacia el sur. Vagabundeo con la mirada observando el espacio visible, no siempre es así, aunque mis ojos parezcan estar mirando en esa dirección, puedo mirar sin ver, pensativo, imaginando. La mirada más allá, en la calma de una contemplación hipnótica. Me pasa seguido, así que es muy difícil creer que lo que escribo sea lo que veo en el espacio exterior. Lo intento. Miro para describir la variedad de lo que veo, la evidencia. ¿Hay evidencia? A esta hora pasaban autos, motos, bicicletas, o por lo menos había un vehículo estacionado. Nada. La gente no va ni vuelve. El Schopen, mi perro, mira el baldío, triste, aburrido. Amigo, aquí estoy, le digo. En tanto, la franja naranja cambió de color, se desdobló, arriba violeta, abajo amarilla. Por poco el azul y oro de la camiseta de la infancia en el potrero del pueblo donde nací. Se escucha el tren, un blues que se aleja en la dirección en la que miro. Ni lo dudo, la letanía se dirige a Plaza Constitución. La ventana por la que miro sin girar la cabeza es grande, cerca del vértice superior derecho: la luna en cuarto creciente. Desde mi habitación de niño, en la que veía el tren, he pasado por muchas, en algunas, que ahora se superponen, desde la ventana se veía otra ventana o directamente pared. Veo pedazos de imágenes, fragmentos de varias con las que podría armar un collage de muro, describir minuciosamente las rajaduras, los descascarados de la pintura. Levantar mi propio concierto. El escritorio en el que escribo es uno de esos para computadoras, en el lado derecho el módem hace de tope a una fila de libros, cerca de treinta, por encima de ellos veo lo que cuento dejando lo que escapa que es mucho. Mi mirada se posa en los cables: dieciséis. Recuerdo que hace un rato en uno había una bandada de golondrinas. Mientras pienso qué cable corresponde a qué clase de transmisión va llegando la noche. Abandono los cables, el horizonte ahora pálido. La tierra se mueve y nosotros con ella. Divago buscando la falsa estrella cerca de la luna. No se muestra, pero está, es cuestión de tiempo. No lo conté, habito una casa de dos plantas. La casa de la esquina perdió su color diurno, el foco superior del palo de luz que la ilumina, incluso su farol en la puerta de entrada, no alcanzan para restituirlo, hasta hace un rato era verde, hay que pensar que seguirá así mañana. Veo el paredón de la vecina, color té con leche en las horas que el sol entibia, ahora gris. A su gato posado en uno de los tres pilares, el del medio. El Schopen ladra a una moto que pasa. Es su saludo. Por fin algo se mueve. En el baldío, que después de una lluvia fuerte puede tener algún sector de bañado, ayer vi una pareja de aves grandes, de pico largo, ligeramente curvado hacia la punta, me gusta la observación de aves, algo sé: era el carau, un ave crepuscular con leyenda, no es de esta zona. Leí noticias sobre una bandurria mora avistada en Plaza Azcuénaga, otra en Villa Alba, parada en una antena de televisión. Se animaron a venir de lejos, a turistear. Me enteré también de unos monos capuchinos que se fugaron de la estación de cría de animales silvestres y llegaron a la estación de Villa Elisa, querían ver un tren. Todo puede ser en las calles sin un ser humano. No veo a la pareja de aves picudas. Me quedo mirando la oscuridad del baldío. Vuelvo a divagar. En el vagabundear mental veo un oso olfateando el aire, desaparece rápido ante la mirada maravillada de los boy scouts que están con el guía viejo alrededor de una fogata en la montaña, sigo su andar incansable en las inmediaciones, entre los árboles. Las horas pasan, los leños se consumen, el último relevo de centinelas se duerme agotado. Ahí lo veo salir de lo oscuro, pasear su hocico, lamer los platos, olfatear los restos en la olla, volver a marcharse mientras amanece. Son imágenes en mi cabeza que vienen del recuerdo de la lectura de un magnífico relato de Wilcock. De afuera mi ventana se debe ver iluminada. Quizá un oso la observe o las aves foráneas desde un lugar que no veo. Puede que el baldío esté poblado. Sigo mirando, pensando en recuperar la confianza, seguir un trecho más de escritura. Me niego a abandonar. Vivo en un barrio tranquilo donde se escucha cada tanto el tren. Cuando era niño vivía en un pueblo a media cuadra de las vías, el tren de la madrugada era el más hermoso, a veces quería quedarme la noche despierto para escucharlo. Alguna vez lo logré. Miro el cielo, no se ve ninguna luz de navegación, los aeropuertos están cerrados, la incertidumbre es nuestra, no de los gatos que se pasean por el medio de la calle mientras el Schopen les ladra. Me paro, rodeo el escritorio, me acerco a la ventana. El Lucero se deja ver cerca de la luna. Era cuestión de tiempo. Los contacto desde el pequeño espacio del barrio de Villa Castells donde vivo, en la ilusión de estar quieto junto a la ventana, a dos cuadras y media de las vías, desde donde no puedo ver como en la infancia pasar el tren.

Carlos Martín Eguía nació en 1964 en Castelli, provincia de Buenos Aires. En 2014, las editoriales Zindo & Gafuri y Determinado rumor editaron Ciento cincuenta gramos, dos travesías de distinta extensión por lo mejor de su obra poética. En el mismo año reapareció en Garrincha Club la nouvelle Errantia, en pareado narrativo con el relato Impresiones de un año ingrávido. Las novelas La Plancha de altibajos y Principio activo fueron publicadas en 2006 y 2007. En 2004, Eloísa Cartonera publicó el relato El Retama. El cuento “Primavera a remolque” integró la antología Los días que vivimos en peligro. En 1997 ganó el primer concurso hispanoamericano de poesía en Internet, organizado por los sitios www.poesía.com, Ámsterdam sur, y Mundo Latino. añosluz editora publicó La cueva de Anvers (2015) y El punto olivina y los cordones de zapatos (2020).