Mi objetivo en las páginas que siguen ha sido más bien describir el resto: lo que generalmente no se anota, lo que no se nota, lo que no tiene importancia: lo que pasa cuando no pasa nada, salvo tiempo, gente, autos y nubes.
G.P.

A esta altura Tentativas de agotar un lugar parisino (1975) de Georges Perec ha dejado de ser una obra para convertirse en un método. Un método que mientras revela la imposibilidad de representar el tiempo y el espacio, nos dice que la imaginación es lo único que nos permite habitar el mundo. No hay experiencia que logre escapar a nuestra necesidad de narrarla, de ordenarla, de vislumbrar al menos una línea distorsionada de sentido aunque más no sea para que nuestro barco impacte y se hunda. “Tristes de las almas humanas que ponen todo en orden” definía Alberto Caeiro en uno de los mejores libros de poemas que existen. Qué hacer para que los alrededores no se vuelvan un paisaje, es posible percibir la velocidad y la quietud desde sus fragmentos, cómo mirar la ciudad desde los bordes sin esperar que los semáforos se pongan en rojo, qué ritmo hace bailar a las calles vacías. Ventanas nace como un interrogante y también -por qué no- como un modo de saltar por encima de la coyuntura. Una sola premisa, asomarse por alguna ventana, ver y decir. Como quien cierra los ojos frente al sol y conoce finalmente de qué colores es el universo personal.

* * *

Catania Ventanas

Podría estar un poco más cómoda

Vuelvo a leer un ¿cuento? de Lydia Davis titulado “Estoy bastante cómoda pero podría estar un poco más cómoda”. El texto forma parte de un libro que se publicó al español con el título Ni puedo ni quiero, frase que se desprende de uno de ellos: la tajante negativa de Lydia Davis de renunciar a las contracciones, de escribir cannot y will not en lugar de can’t y won’t, esa estupenda pornografía sintáctica que tiene el idioma inglés. “Ni puedo ni quiero”, desafía Lydia Davis. La primera vez que lo leí, hace cinco años, lo hice en sucesivas salas de espera a las que me vi arrojada en un período de dos meses. En el único lugar donde podía leer esos textos breves como pestañeos, o como estallidos, era en salas de espera con música instrumental de canciones de los ‘80 y los ‘90. Hoy, cinco años después, vuelvo a hacerlo en una situación de espera que se ha prolongado en un loop infernal.

Ojo, no debería quejarme. Sentada a la mesa donde escribo, contra la ventana-balcón, estoy cómoda; pero podría estar un poco más cómoda, al igual que confiesa Lydia Davis. Si tan sólo tuviera un escritorio, en lugar de una mesa, para escribir, pienso. Si tuviera un cuarto propio, un paisaje campestre. Pero tengo un balcón con plantas, una explosión verde, uno de los paneles de vidrio corrido, por el que entra la brisa de esta falsa primavera en agosto. Y tengo un cuaderno en el que acumulo listas, como hace Lydia Davis en su cuento, que ahora procedo a volcar en mi computadora: 

El cielo está encapotado.

Se oye la sirena de los bomberos.

La vecina del departamento de enfrente riega las plantas.

Las luces del juzgado siguen encendidas.

El juego de sábanas sobre el ténder parece un fantasma durmiendo. 

El gato se quedó enganchado a la red.

La orquídea no abrió.

El comedor de uno de los departamentos de enfrente está iluminado por una vela.

La sombra de un perro flaco y alto se proyecta sobre la pared del balcón.

Un padre y su hija recogen las ramas del árbol talado.

Una franja rosada se enciende detrás de los edificios.

La vecina del departamento de enfrente tiene el pelo blanquísimo y un suéter violeta.

Las zapatillas están perfectamente alineadas sobre el marco de la ventana-balcón.

Llega el olor a madera quemada.

La tormenta da vueltas y vueltas sin decidirse a romper.

La familia de la casita de al lado escucha “Lunes por la madrugada”.

Veo un ave enorme apoyada en el cable de luz mirando en mi dirección.

Una mujer sale al patio con la toalla como turbante.

Una caja de vinos descansa en el extremo del balcón.

Cuando la canción llega a “más allá de toda pena siento que la vida es buena” se me hace un nudo en la garganta.

Tal vez me compre un suéter violeta por internet.

Le envío una foto del ave enorme a mi mamá y me responde que es un gavilán mixto.

El perro presiente la tormenta y se acurruca sobre el felpudo del baño.

Los jóvenes comunistas del partido bajan el cartel del centenario de la revolución.

Un camión descarga un sillón de cuerina negra.

La banda de sonido es el carrito del supermercado chino dando vueltas manzana.

Quedó un tajo como una cicatriz en la red protectora del balcón.

Nunca sé bien cuál es la hora apropiada para abrir la botella de vino.

Ahora que no hay hojas en el árbol, puedo ver cuán larga es la cola en la puerta de la verdulería.

Las luces del palier del sanatorio siguen encendidas.

Los vecinos del departamento de al lado hablan de constipación.

Creo que voy a tirar las medias rotas colgadas del ténder.

Una ambulancia estaciona en la puerta del edificio.

Me pregunto qué mensaje sobre mi vida vino a dejarme el gavilán mixto.

Empieza a llover.

Ana V. Catania nació en 1980, en Capital Federal, y se crió en el sur del Gran Buenos Aires. Estudió Filosofía y trabaja en Educación desde hace veinte años. Completó la formación en Escritura Narrativa en Casa de Letras, y desde 2013 realiza tutoría de obra con José María Brindisi. Coordina talleres de lectura y escritura desde 2014. Colaboró para distintos medios gráficos y digitales como Conga, Encerrados Afuera, Style BA (Time Out), Bla (Uruguay), Sede, Con-versiones, Escritores del Mundo. Entre 2014 y 2017 fue editora de la revista Olfa, de distribución gratuita y versión digital. añosluz publicó Nada dentro salvo el vacío.