Mi objetivo en las páginas que siguen ha sido más bien describir el resto: lo que generalmente no se anota, lo que no se nota, lo que no tiene importancia: lo que pasa cuando no pasa nada, salvo tiempo, gente, autos y nubes.
G.P.

A esta altura Tentativas de agotar un lugar parisino (1975) de Georges Perec ha dejado de ser una obra para convertirse en un método. Un método que mientras revela la imposibilidad de representar el tiempo y el espacio, nos dice que la imaginación es lo único que nos permite habitar el mundo. No hay experiencia que logre escapar a nuestra necesidad de narrarla, de ordenarla, de vislumbrar al menos una línea distorsionada de sentido aunque más no sea para que nuestro barco impacte y se hunda. “Tristes de las almas humanas que ponen todo en orden” definía Alberto Caeiro en uno de los mejores libros de poemas que existen. Qué hacer para que los alrededores no se vuelvan un paisaje, es posible percibir la velocidad y la quietud desde sus fragmentos, cómo mirar la ciudad desde los bordes sin esperar que los semáforos se pongan en rojo, qué ritmo hace bailar a las calles vacías. Ventanas nace como un interrogante y también -por qué no- como un modo de saltar por encima de la coyuntura. Una sola premisa, asomarse por alguna ventana, ver y decir. Como quien cierra los ojos frente al sol y conoce finalmente de qué colores es el universo personal.

* * *

Fonseca Ventanas

Intención de la casa

Abro los ojos como quien despega una membrana. La luz se refracta en la niebla y resplandece en un grito blanco. A tientas busco a través del vidrio un cielo que no se abre. La ventana se ha vuelto una cartografía de agua.

Podría recrear de memoria el manto de geometrías de hollín que se abre frente a mi cama. Un mirador generoso para las ruinas de un barrio vencido, un observatorio del abandono. Piso once en Balvanera es una altura de privilegio. Piso once, ventanal al oeste. ¿O es suroeste lo que debería decir si el sol cae, como una brasa encendida, en el margen derecho de la maqueta?

Más que extensión, esta ventana es una intención de la casa. Marca el pulso del día como marcaba las estaciones el ventanal de nuestro chalet en el río. Un boquete irreversible fundiéndonos, sin tregua, en los humores del agua. Con su marco de cedro y su paño de vidrio enorme, el ventanal se imponía en el comedor haciendo correr un río en el mismo lugar en el que sucedía el ritual más primario. Sabíamos que era septiembre no porque lo dijera el calendario sino porque sobre la cabeza calva del sauce de la costa flotaba una especie de nimbo verde, un aura luminosa. Pero no es que viéramos el río a través del ventanal, era más bien como si el ventanal fuera el río y como si el río fuera la casa. He vivido también en lugares cuyas ventanas no eran más que burocracias, respiraderos, bocas de luz. No recuerdo con qué pensamientos conciliaba el sueño en techos que no tenían luna.

De memoria podría también hablar ahora de la azotea que aparece, apenas los ojos bajan, y en cuyo centro brota una construcción inexplicable de contornos más renegridos que los brochazos de un incendio. Es de cemento, como una casa. Es redonda, como un tanque. Tiene una chimenea diminuta de la que nunca vi salir nada, un ventiluz bloqueado con cartones, una comunidad concurrida de palomas haciendo pista de aterrizaje sobre y alrededor suyo. Y caños, metales, palos, maderas, elementos entrando y saliendo de su estructura como un bordado hermoso y absurdo.

También podría hablar de lo que ocurre cuando termina ese lago de membrana refractaria sobre la que flota la casa-tanque. El fin de la azotea es un abismo, una cascada de cemento que llega hasta donde mis ojos pueden ir y en el que, los días de lluvia, el agua hace ósmosis sobre el cemento y va chorreando, como una proyección lenta que crea mapas sobre el muro. Imaginen un lienzo olvidado a la intemperie. Háganlo crecer tanto como su imaginación les permita. Y en el costado inferior derecho agréguenle, como desorientado en su propio bastidor, un grafiti gastado del Demonio de Tasmania.

No podría asegurar, sin embargo, que nada de eso permanezca hoy en su lugar. No llegan desde afuera más que insinuaciones, figuras difusas como bocanadas de humo. Solo puedo dar cuenta de una profundidad láctea que emite señales de luz. Agudizo la visión, me detengo en las tramas del encaje intermitente que forma sobre el vidrio la transpiración –la modesta prueba de vida– de esta casa. ¿En cuántas texturas puede manifestarse el agua? Sobre un paño del ventanal se abren caminos como ríos. Un delta acotado de diez surcos gruesos que se combinan, se juntan, se separan, ensayan pequeñas rebeliones y terminan cumpliendo, finalmente, su destino vertical. Una gota se carga en algún punto del recorrido, se nutre de otras aguas, por un instante se suspende y se hincha como una inhalación. Luego se relaja y cae como si exhalara. La observo. No hay nada más que pueda hacer.

Es media mañana de un domingo de agosto. El sonido de la calle asciende como ínfimas descargas eléctricas. Siento en los pies –después en la cadera– la vibración creciente de un vehículo que se acerca. En el momento de menor distancia el centelleo me anida el pecho. Después se expande. Pienso en el motor de una lancha, en la estela de olas que desafía a la corriente. Mi cuerpo replica los ecos durante demasiado tiempo. La neblina es una caja de resonancias.

Josefina Fonseca nació en un pueblo que tiene río y durante muchos años vivió en una casa construida sobre la costa. Le enseñaron pronto a esquiar, remar y respetar el agua. Aprendió a nadar antes que a leer. Estudió Comunicación Social.  Lee, escribe, crea contenido, corrige, edita. Sigue nadando. Añosluz publicó Sara Gallardo, la mujer de humo (2019).